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Miércoles, 11 Marzo 2020 11:49

El club de la lucha

1. Compras muebles. Te dices a ti mismo: éste es el último sofá que necesitaré en toda mi vida. Compras el sofá y durante un par de años te sientes satisfecho de que, aunque no todo vaya bien, al menos has sabido solucionar el asunto del sofá. Luego, la vajilla adecuada. Luego, la cama perfecta. Las cortinas. La alfombra.

Finalmente, te quedas atrapado en tu precioso nido y los objetos que poseías ahora te poseen a ti.
El Club de la Lucha 36807

Sabiduría. Vacío. Un millón de americanos machacándose a puñetazo limpio. Carne morada, dientes sueltos. El club de la lucha como novela-rasgón. La gente le pregunta a Palahniuk dónde ingresar en un club de la lucha. La gente compra productos con el lema El club de la lucha. Paradójicamente, El club de la lucha vende y se ha hecho una película de El club de la lucha y El club de la lucha alimenta un millón de bocas americanas atrapadas entre mullidos sofás y camas perfectas. Y la primera regla del club de la lucha es no hablar del club de la lucha.  

El club de la lucha es ya una novela de culto y una película de culto. Casi todo el mundo ha visto primero la película, lo que supone a la hora de leer la novela un hándicap insalvable llegados al desenlace de tan bizarra historieta, pero qué se le va a hacer. A cambio, nos encontramos por escrito perlas de la sabiduría occidental como la que arriba hemos reseñado. ¿Sabiduría occidental, dixit? Bueno, la máxima de Descartes se replantea y adquiere nuevas perspectivas en la apresurada prosa de Palahniuk. Un ciudadano de hoy en día no puede decir otra cosa sino lo que escribe este novelista cuando se pone a pensar en ciertos asuntos. Entonces, ¿qué es la sabiduría? Saber que no se sabe. Saber que debajo de esta piel afeitada, este cuerpo venerado, este traje de ejecutivo agresivo (no he podido evitar la figura, lo siento), debajo de una rutina laboral muchas veces insoportable, fiestas de guardar, relojes de D&G, en busca de la parejita y mira que dormitorio más mono para los críos, debajo de mascotas con nombres repelentes, arquitectura interior zen, préstamos hipotecarios y encimeras de silestone, debajo de tanta morralla seguimos siendo (única y perfectamente) primates que disponen de un refinado sistema de comunicación (en comparación con los otros sistemas orgánicos de comunicación que conocemos, claro está).

O sea, que El club de la lucha nos cuenta la sucia historia de T**** D*****, un fulano con graves problemas de insomnio que cura su patetismo asistiendo a grupos de apoyo de enfermos terminales, fingiendo él mismo estar muriéndose hasta que un día conoce a una chica con la misma fea costumbre que él. Chico conoce chica. Manuales sobre cómo fabricar napalm casero (o nitroglicerina), hacer jabón con grasa humana (no, no es tan horrible como suena…, bueno, sí, sí lo es), cómo crear en tu localidad un club de la lucha, sacudirte hasta saltarte los dientes o agujerearte la mejilla y darte cuenta de que da igual, sigues sin saberlo, quizás la ames, quizás no. Quizás existas, quizás no. ¿Quién lo piensa hoy en día?